Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que, incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes mismo, al constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque, ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el «pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el «moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al respecto de la verdad.
En
estas condiciones, la industria ya no es solo una aplicación de la
ciencia, aplicación de la que, en sí misma, ésta debería ser totalmente
independiente; deviene como su razón de ser y su justificación, de
suerte que, aquí también, las relaciones normales se encuentran
invertidas. Aquello a lo que el mundo moderno ha aplicado todas sus
fuerzas, incluso cuando ha pretendido hacer ciencia a su manera, no es
en realidad nada más que el desarrollo de la industria y del
«maquinismo»; y, al querer dominar así a la materia y plegarla a su uso,
los hombres no han logrado más que hacerse sus esclavos,
como lo decíamos al comienzo: no solo han limitado sus ambiciones
intelectuales, si es todavía permisible servirse de esta palabra en
parecido caso, a inventar y a construir máquinas, sino que han acabado por devenir verdaderamente máquinas ellos mismos. En
efecto, la «especialización», tan alabada por algunos sociólogos bajo
el nombre de «división del trabajo», no se ha impuesto solo a los
sabios, sino también a los técnicos e incluso a los obreros, y, para
estos últimos, todo trabajo inteligente se ha hecho por eso mismo imposible;
muy diferentes de los artesanos de antaño, ya no son más que los
servidores de las máquinas, hacen por así decir cuerpo con ellas; deben
repetir sin cesar, de una manera mecánica, algunos movimientos
determinados, siempre los mismos, y siempre cumplidos de la misma
manera, a fin de evitar la menor pérdida de tiempo; así lo quieren al
menos los métodos americanos que se consideran como los representantes
del más alto grado de «progreso». En efecto, se trata únicamente de
producir lo más posible; la cualidad preocupa poco, es la cantidad lo
único que importa; volvemos de nuevo una vez más a la misma constatación
que ya hemos hecho en otros dominios: la civilización moderna es
verdaderamente lo que se puede llamar una civilización cuantitativa, lo
que solo es otra manera de decir que es una civilización material.
Si
uno quiere convencerse todavía más de esta verdad, no tiene más que ver
el papel inmenso que desempeñan hoy día, tanto en la existencia de los
pueblos como en la de los individuos, los elementos de orden económico:
industria, comercio, finanzas, parece que no cuenta nada más que eso, lo
que concuerda con el hecho ya señalado de que la única distinción
social que haya subsistido es la que se funda sobre la riqueza material.
Parece que el poder financiero domina toda política, que la
concurrencia comercial ejerce una influencia preponderante sobre las
relaciones entre los pueblos; quizás no hay en eso más que una
apariencia, y estas cosas son aquí menos causas verdaderas que simples
medios de acción; pero la elección de tales medios indica bien el
carácter de la época a la que convienen. Por lo demás,
nuestros contemporáneos están persuadidos de que las circunstancias
económicas son casi los únicos factores de los acontecimientos
históricos, y se imaginan incluso que ello ha sido siempre así;
en este sentido, se ha llegado hasta inventar una teoría que quiere
explicarlo todo por eso exclusivamente, y que ha recibido la
denominación significativa de «materialismo histórico». En eso se puede
ver el efecto de una de esas sugestiones a las que hacíamos alusión más
atrás, sugestiones que actúan tanto mejor cuanto que corresponden a las
tendencias de la mentalidad general; y el efecto de esta sugestión es
que los medios económicos acaban por determinar realmente casi todo lo
que se produce en el dominio social. Sin duda, la masa siempre ha sido
conducida de una manera o de otra, y se podría decir que su papel
histórico consiste sobre todo en dejarse conducir, porque no representa
más que un elemento pasivo, una «materia» en el sentido aristotélico;
pero, para conducirla, hoy día basta con disponer de medios puramente
materiales, esta vez en el sentido ordinario de la palabra, lo que
muestra bien el grado de abatimiento de nuestra época; y, al mismo
tiempo, se hace creer a esta masa que no está conducida, que actúa
espontáneamente y que se gobierna a sí misma, y el hecho de que lo crea
permite entrever hasta dónde puede llegar su ininteligencia.
Ya
que estamos hablando de los factores económicos, aprovecharemos para
señalar una ilusión muy extendida sobre este tema, y que consiste en
imaginarse que las relaciones establecidas sobre el terreno de los
intercambios comerciales pueden servir para un acercamiento y para un
entendimiento entre los pueblos, mientras que, en realidad, tienen
exactamente el efecto contrario. La materia,
ya lo hemos dicho muchas veces, es esencialmente multiplicidad y
división, y por tanto fuente de luchas y de conflictos; así, ya sea que
se trate de los pueblos o de los individuos, el dominio económico no es y
no puede ser más que el dominio de las rivalidades de intereses.
En particular, Occidente no tiene que contar con la industria, ni
tampoco con la ciencia moderna de la que es inseparable, para encontrar
un terreno de entendimiento con Oriente; si los orientales llegan a
aceptar esta industria como una necesidad penosa y por lo demás
transitoria, ya que, para ellos, no podría ser nada más, eso no será
nunca sino como un arma que les permita resistir a la invasión
occidental y salvaguardar su propia existencia. Importa que se sepa bien
que ello no puede ser de otro modo: los orientales que se resignan a
considerar una concurrencia económica frente a Occidente, a pesar de la
repugnancia que sienten hacia este género de actividad, no puede hacerlo
más que con una única intención, la de desembarazarse de una dominación
extranjera que no se apoya más que sobre la fuerza bruta, sobre el
poder material que la industria pone precisamente a su disposición; la
violencia llama a la violencia, pero se deberá reconocer que no son
ciertamente los orientales quienes habrán buscado la lucha sobre este
terreno.
Por lo demás, al margen de la cuestión de las relaciones de Oriente y
de Occidente, es fácil constatar que
una de las más notables consecuencias del desarrollo industrial es el
perfeccionamiento incesante de los ingenios de guerra y el aumento de su
poder destructivo en formidables proporciones. Eso sólo debería bastar
para aniquilar los delirios «pacifistas» de algunos admiradores del
«progreso» moderno;
pero los soñadores y los «idealistas» son incorregibles, y su
ingenuidad parece no tener límites. El «humanitarismo», que está tan
enormemente de moda, ciertamente no merece ser tomado en serio; pero es
extraño que se hable tanto del fin de las guerras en una época donde
hacen más estragos de los que nunca han hecho, no solo a causa de la
multiplicación de los medios de destrucción, sino también porque, en
lugar de desarrollarse entre ejércitos poco numerosos y compuestos
únicamente de soldados de oficio, arrojan los
unos contra los otros a todos los individuos indistintamente,
comprendidos ahí los menos calificados para desempeñar una semejante
función. Ese es también un ejemplo llamativo de la confusión
moderna, y es verdaderamente prodigioso, para quien quiere reflexionar
en ello, que se haya llegado a considerar como completamente natural una
«leva en masa» o una «movilización general»,
que la idea de una «nación armada» haya podido imponerse a todos los
espíritus, salvo bien raras excepciones. También se puede ver en eso un
efecto de la creencia en la fuerza del número únicamente: es conforme al
carácter cuantitativo de la civilización moderna poner en movimiento
masas enormes de combatientes; y, al mismo tiempo, el «igualitarismo»
encuentra su campo en eso, así como en instituciones como las de la
«instrucción obligatoria» y del «sufragio universal». Agregamos también
que estas guerras generalizadas no se han hecho posibles más que por
otro fenómeno específicamente moderno, que es la constitución de las
«nacionalidades», consecuencia de la destrucción del régimen feudal, por
una parte y, por otra, de la ruptura simultánea de la unidad superior
de la «Cristiandad» de la edad media; y, sin entretenernos en
consideraciones que nos llevarán demasiado lejos, señalamos también,
como circunstancia agravante, el desconocimiento de una autoridad
espiritual, única que puede ejercer normalmente un arbitraje eficaz,
porque, por su naturaleza misma, está por encima de todos los conflictos
de orden político. La negación de la
autoridad espiritual, es también materialismo práctico; y aquellos
mismos que pretenden reconocer una tal autoridad en principio le niegan
de hecho toda influencia real y todo poder de intervenir en el dominio
social, exactamente de la misma manera que establecen un tabique
estanco entre la religión y las preocupaciones ordinarias de su
existencia; ya sea que se trate de la vida pública o de la vida privada,
es efectivamente el mismo estado de espíritu el que se afirma en los
dos casos.
Admitiendo
que el desarrollo material tenga algunas ventajas, por lo demás desde
un punto de vista muy relativo, cuando se consideran consecuencias como
las que acabamos de señalar, uno puede preguntarse si esas ventajas no
son rebasadas en mucho por los inconvenientes. Ya no hablamos siquiera
de todo lo que ha sido sacrificado a este desarrollo exclusivo, y que
valía incomparablemente más; no hablamos de los conocimientos superiores
olvidados, de la intelectualidad destruida, de la espiritualidad
desaparecida; tomamos simplemente la civilización moderna en sí misma, y
decimos que, si se pusieran en paralelo las ventajas y los
inconvenientes de lo que ella ha producido, el resultado correría mucho
riesgo de ser muy negativo. Las invenciones que van multiplicándose
actualmente con una rapidez siempre creciente son tanto más peligrosas
cuanto que ponen en juego fuerzas cuya verdadera naturaleza es
enteramente desconocida por aquellos mismos que las utilizan; y esta
ignorancia es la mejor prueba de la nulidad de la ciencia moderna bajo
la relación del valor explicativo, y por consiguiente en tanto que
conocimiento, incluso limitado al dominio físico únicamente; al mismo
tiempo, el hecho de que las aplicaciones prácticas no son impedidas de
ninguna manera por eso, muestra que esta ciencia está efectivamente
orientada únicamente en un sentido interesado, que es la industria, la
cual es la única meta real de todas sus investigaciones. Como el peligro
de las invenciones, incluso de aquellas que no están destinadas
expresamente a desempeñar un papel funesto para la humanidad, y que por
eso no causan menos catástrofes, sin hablar de las perturbaciones insospechadas que provocan en el ambiente terrestre,
como este peligro, decimos, no hará sin duda más que aumentar aún en
proporciones difíciles de determinar, es permisible pensar, sin
demasiada inverosimilitud, así como ya lo indicábamos precedentemente,
que es quizás por ahí por donde el mundo moderno llegará a destruirse a
sí mismo, si es incapaz de detenerse en esta vía mientras aún haya
tiempo de ello.
Pero,
en lo que concierne a las invenciones modernas, no basta hacer las
reservas que se imponen en razón de su lado peligroso, y es menester ir
más lejos: los pretendidos «beneficios» de lo que se ha convenido llamar
el «progreso», y
que, en efecto, se podría consentir designarlo así si se pusiera
cuidado de especificar bien que no se trata más que de un progreso
completamente material, esos «beneficios» tan alabados, ¿no son en gran
parte ilusorios? Los hombres de nuestra época pretenden con eso aumentar
su «bienestar»; por nuestra parte, pensamos que la meta que se proponen
así, incluso si fuera alcanzada realmente, no vale que se consagren a
ella tantos esfuerzos; pero, además, nos parece muy contestable que sea
alcanzada. Primeramente, sería menester tener en cuenta el hecho de que
todos los hombres no tienen los mismos gustos ni las mismas necesidades,
que hay quienes a pesar de todo querrían escapar a la agitación
moderna, a la locura de la velocidad, y que no pueden hacerlo; ¿se osará
sostener que, para esos, sea un «beneficio» imponerles lo que es más
contrario a su naturaleza? Se dirá que estos hombres son poco numerosos
hoy día, y se creerá estar autorizado por eso a tenerlos como cantidad
desdeñable; ahí, como en el dominio político, la mayoría se arroga el
derecho de aplastar a las minorías, que, a sus ojos, no tienen
evidentemente ninguna razón para existir, puesto que esa existencia
misma va contra la manía «igualitaria» de la uniformidad. Pero, si se
considera el conjunto de la humanidad en lugar de limitarse al mundo
occidental, la cuestión cambia de aspecto: ¿no va a devenir así la
mayoría de hace un momento una minoría? Así pues, ya no es el mismo
argumento el que se hace valer en este caso, y, por una extraña
contradicción, es en el nombre de su «superioridad» como esos
«igualitarios» quieren imponer su civilización al resto del mundo, y
como llegan a transportar la perturbación a gentes que no les pedían
nada; y, como esa «superioridad» no existe más que desde el punto de
vista material, es completamente natural que se imponga por los medios
más brutales. Por lo demás, que nadie se equivoque al respecto: si el
gran público admite de buena fe estos pretextos de «civilización», hay
algunos para quienes eso no es más que una simple hipocresía
«moralista», una máscara del espíritu de conquista y de los intereses
económicos; ¡Pero qué época más singular es ésta donde tantos hombres se
dejan persuadir de que se hace la felicidad de un pueblo sometiéndole a
servidumbre, arrebatándole lo que tiene de más precioso, es decir, su
propia civilización, obligándole a adoptar costumbres e instituciones
que están hechas para otra raza, y forzando a los trabajos más penosos
para hacerle adquirir cosas que le son de la más perfecta inutilidad!
Pues así es: el Occidente moderno no puede tolerar que haya hombres que
prefieran trabajar menos y que se contenten con poco para vivir; como
sólo cuenta la cantidad, y como lo que no cae bajo los sentidos se
tiene por inexistente, se admite que aquel que no se agita y que no
produce materialmente no puede ser más que un «perezoso»; sin hablar
siquiera a este respecto de las apreciaciones manifestadas
corrientemente sobre los pueblos orientales, no hay más que ver cómo se
juzgan las órdenes contemplativas, y eso hasta en algunos medios
supuestamente religiosos. En un mundo tal, ya no hay ningún lugar para
la inteligencia ni para todo lo que es puramente interior, ya que éstas
son cosas que no se ven ni se tocan, que no se cuentan ni se pesan; ya
no hay lugar más que para la acción exterior bajo todas sus formas,
comprendidas las más desprovistas de toda significación. Así pues, no
hay que sorprenderse de que la manía anglosajona del «deporte» gane
terreno cada día: el ideal de ese mundo es el «animal humano» que ha
desarrollado al máximo su fuerza muscular; sus héroes son los atletas,
aunque sean brutos; son esos los que suscitan el entusiasmo popular, es
por sus hazañas por lo que la muchedumbre se apasiona; un mundo donde se
ven tales cosas ha caído verdaderamente muy bajo y parece muy cerca de
su fin.
No
obstante, coloquémonos por un instante en el punto de vista de los que
ponen su ideal en el «bienestar» material, y que, a este título, se
regocijan con todas las mejoras aportadas a la existencia por el
«progreso» moderno; ¿están bien seguros de no estar engañados? ¿es
verdad que los hombres son más felices hoy día que antaño, porque
disponen de medios de comunicación más rápidos o de otras cosas de este
género, porque tienen una vida agitada y más complicada? Nos parece que
es todo lo contrario: el desequilibrio no puede ser la condición de una
verdadera felicidad; por lo demás, cuantas más necesidades tiene un
hombre, más riesgo corre de que le falte algo, y por consiguiente de ser
desdichado; la civilización moderna apunta a multiplicar las necesidades artificiales,
y como ya lo decíamos más atrás, creará siempre más necesidades de las
que podrá satisfacer, ya que, una vez que uno se ha comprometido en esa
vía, es muy difícil detenerse, y ya no hay siquiera ninguna razón para
detenerse en un punto determinado. Los hombres no podían sentir ningún
sufrimiento de estar privados de cosas que no existían y en las cuales
jamás habían pensado; ahora, al contrario, sufren forzosamente si esas
cosas les faltan, puesto que se han habituado a considerarlas como
necesarias, y porque, de hecho, han devenido para ellos verdaderamente
necesarias. Se esfuerzan así, por todos los medios, en adquirir lo que
puede procurarles todas las satisfacciones materiales, las únicas que
son capaces de apreciar: no se trata más que de «ganar dinero», porque
es eso lo que permite obtener cosas, y cuanto más se tiene, más se
quiere tener todavía, porque se descubren sin cesar necesidades nuevas; y
esta pasión deviene la única meta de toda su vida. De ahí la concurrencia feroz que
algunos «evolucionistas» han elevado a la dignidad de ley científica
bajo el nombre de «lucha por la vida», y cuya consecuencia lógica es que
los más fuertes, en el sentido más estrechamente material de esta
palabra, son los únicos que tienen derecho a la existencia. De ahí
también la envidia e incluso el odio de que son objeto quienes poseen la
riqueza por parte de aquellos que están desprovistos de ella; ¿cómo
podrían, hombres a quienes se ha predicado teorías «igualitarias», no
rebelarse al constatar alrededor de ellos la desigualdad bajo la forma
que debe serles más sensible, porque es la del orden más grosero? Si la
civilización moderna debía hundirse algún día bajo el empuje de los
apetitos desordenados que ha hecho nacer en la masa, sería menester
estar muy ciego para no ver en ello el justo castigo de su vicio
fundamental, o, para hablar sin ninguna fraseología moral, el
«contragolpe» de su propia acción en el dominio mismo donde ella se ha
ejercido. En el Evangelio se dice: «El que hiere a espada perecerá por
la espada»; el que desencadena las fuerzas
brutales de la materia perecerá aplastado por esas mismas fuerzas, de
las cuales ya no es dueño cuando las ha puesto imprudentemente en
movimiento, y a las cuales no puede jactarse de retener indefinidamente
en su marcha fatal; fuerzas de la naturaleza o masas humanas, o
las unas y las otras todas juntas, poco importa, son siempre las leyes
de la materia las que entran en juego y las que quiebran inexorablemente
a aquel que ha creído poder dominarlas sin elevarse él mismo por encima
de la materia. Y el Evangelio dice también: «Toda casa dividida contra
sí misma sucumbirá»; esta palabra también se aplica exactamente al mundo
moderno, con su civilización material, que, por su naturaleza misma, no
puede más que suscitar por todas partes la lucha y la división. Es muy
fácil sacar la conclusión, y no hay necesidad de hacer llamada a otras
consideraciones para poder predecir a este
mundo, sin temor a equivocarse, un fin trágico, a menos que un cambio
radical, que llegue hasta un verdadero cambio de sentido, sobrevenga en
breve plazo.
René Guenon
"La Crisis del mundo moderno"
Muy chica la letra
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