GERARD GUAL
Incendiar las naves, resbalar al abismo junto a Eneas, recorrer el mundo y sus tiempos guiados por Mefistófeles, hendir la existencia violentamente o ser un vagabundo que toca con sordina; un cruzado o un anacoreta, un héroe ávido de gloria o un labriego rendido a la creación cada alborada. Ante la vida adocenada del hombre burgués y la repulsión que nos causa su apático mecanismo, se abre una doble vía de refutación vital; dos modelos de existencia que, pese a parecer opuestos, guardan en su efectuación el respeto por la totalidad y la búsqueda de lo imperecedero.
Knut Hamsun, después de manifestar las carencias de la modernidad en obras como Pan y Hambre, escribió una sucesión de libros, Bajo las estrellas de otoño
entre ellos, que ahondan en la figura del hombre de campo como
antítesis de la vacuidad de la época. El retornar a la tierra, a las
raíces, a las costumbres, a las rutinas; liberar la mente de falsas
necesidades, compromisos y deberes; ser uno bajo el firmamento y
sorprenderse cada día como rúbrica existencial. Un propósito desusado
que se aviene al proselitismo que otros autores, como Thoreau o Tolstoy
en su madurez, realizaron de la vida sencilla como medio de construir
vínculos sólidos con lo trascendente. El ideal de esta concepción asceta
se desvela en la vida monástica, en la letanía y en las formas
repetidas, en la exigencia estoica, en la liberación por automatismo de
toda forma accesoria, de tal manera que la mente quede desatascada y
pueda acceder al todo. Una vida diligente donde la libertad se entiende
como obligación y el derecho claudica ante la exigencia. El individuo
vive sin asperezas, engranado en una perfección orgánica: una suerte de
filósofo autodidacta que, como el teorizado por Ibn Tufayl, accede a la
verdad mediante la aprehensión eidética derivada de la observación de la
naturaleza. Una vida contemplativa posibilitada por un movimiento
reglado y una actividad decretada; una disciplina anímica y corporal
autoimpuesta que incita al saber y a la concordia.
El
otro polo del binomio lo integra el héroe, el enajenado, el
insaciable, y responde a un arquetipo de hombre definido por el ansia
de apresar la divinidad, conquistar la grandeza. El acceso al Olimpo se
logra con la vehemencia del coraje y el frenesí del guerrero. A este
grupo pertenecen quienes enfocaron su estancia terrenal a lo abrumador,
proyectando la redención como un sacrificio donde se purga por
desgarramiento. El apetito fáustico, el ardor juvenil por alcanzar la
plena realización, por vivir infinitas vidas en busca de aquel instante
en el que el tiempo cesará y se hará eterno, empuja al romántico, al
esteta, al idealista, a cabalgar el tigre, a batallar en empresas
insensatas, a descender al corazón de las tinieblas, a destripar su
esencia para encumbrar ulteriormente dicha esencia en el altar de la
libación. El aventurero declina la vida acomodaticia y las cláusulas de
una sociedad huera que mira el conflicto de refilón; el hombre-fáustico
no aspira al bienestar, quiere combatir y abrirse camino; el
intempestivo no acepta la conformidad, anhela el infinito. La vida queda
marcada por una afanosa hambre de Ser, una consecución de actos en lo
colosal, un envite al eterno retorno, al Instante, ese instante en el
que rozaremos la divinidad y al que querremos por siempre, conquistando
la salvación.
Este
arrojo, que responde a la burda temática de la búsqueda de sentido,
adquiere mayor hondura al percibirse como un hecho inexorablemente
trágico, ya que el héroe sabe que su vida está orientada a una quimera y
su anhelo es una entelequia desmedida. Con todo, es ese camino
imposible hacia Dios el objeto de transmutación y el verdadero impulso
hacia la plenitud del ser, que culminará con una inmolación, con un
cataclismo donde el hombre dejará de ser hombre, donde uno dejará de
existir y pasará a ser: la detonación de una vida en el Momento que hará
a uno y a éste imperecederos.
Ambos
esquemas pueden considerarse formas intempestivas de vivir en el mundo
actual, pues lidian con las conjeturas racionalistas, se aparatan de los
cánones validados por la masa, siendo, en la mayoría de casos,
existencias inútiles de idealismo reaccionario, guiadas por
valores rancios y mohosos como el orgullo, el honor, la disciplina y el
sacrificio, donde palabras proscritas, anteriormente abultadas y hoy
desinfladas soezmente, como alma, ser, trascendencia, dios o eternidad,
sostienen el discurso y su consumación. El primer hombre enraíza y asume
su terruño desde el que intentará anular su yo; el segundo lo engordará
hasta la implosión, su actividad delirante tendrá como último fin
rasgar el Velo de Maya y desgajar la voluntad. Sólo así reposará.
En El marino que perdió la gracia del mar,
Yukio Mishima aborda la complejidad del tema mediante el dilema que
arrastra el personaje central de la novela, un marinero que navega de
puerto en puerto. La obra desarrolla paulatinamente la resolución vital a
la que éste se ve forzado: elegir entre la dignidad del mar, alejado
del firme emponzoñado, viajar a lugares recónditos, contemplar la
inmensidad con la gravedad de quien abraza la vida trashumante, vagar
por el orbe en una alteración continua, separado de la frivolidad y
banalidad terrenales; o volver a Ítaca, finiquitar el periplo y reposar
los músculos, apuntalarse y abandonar la soledad por la grata compañía
de una mujer, por el abrigo afable de una familia. Si tomamos el caso
con latitud y lo aproximamos a nuestro interés, puede emplearse el
argumento para dilucidar los pormenores que influyen en una decisión
vital, aunque para ello sea imprescindible desentrañar el final de la
obra.
El
marino solventa su dilema decidiéndose por la estabilidad del hogar. Su
hijastro (que junto a sus camaradas de correrías conforma un coro
trágico que juzga las decisiones del protagonista y, como las Erinias,
venga los actos descarriados) limpia tal desliz en un ritual de
expiación, mostrándole el grave error cometido, perdonando su debilidad
en el sacrificio. El marino escoge tierra firme y desmonta el tigre; el
tribunal lo condena por apartarse de la única vida meritoria. El
desenlace remite a una de las preocupaciones más recurrentes del autor
japonés: qué vida es digna de ser vivida. Parece que con el ejemplo del
marino el autor rechaza la comodidad y se atrinchera en la acción,
sosteniendo que en tiempos convulsos sólo se precia la armonía de la
pluma y la espada. Recordemos la muerte de Mishima por sepukku y
las palabras con las que afirmaba que la vida puede compendiarse en un
estallido espurio, en un fuego de artificio, para entender el tipo de
existencia que escogió. Mishima veneraba el fluir tradicional del
pescador, las sólidas costumbres que hacían del pueblo una comunidad
armónica. Por ello no pudo entregarse a esa vida en decadencia, ahogada
por las efusiones de la modernidad, y fue un samurái, el mecenas de la
virtud, un mártir, un héroe trágico que ensalzó la vida auténtica y
natural y reclamó su potestad sobre las nuevas formas utilitaristas que
drenaban el aliento del mundo.
Nos
hallamos en un periodo que exige cabalgar el tigre, por lo menos tener
ese atrevimiento viril, el deseo de mantenerse en pie, altivo y
orgulloso, en un mundo en ruinas. No podemos exiliarnos de nuestro
tiempo, no podemos apartarnos de su vileza: la vida apacible del hombre
sano debe esperar a que arda Troya.
Hermoso texto, pero como revivir o vivir de ese espiritu en un mundo como este? donde los "hombres de accion" son aquellos que se dedican a la usura, a la injusticia y aman al dinero?, en un mundo donde apreciamos las comodidas y las bondades de la tecnologia que poco a poco nos deshumanizan?, creo que la edad heroica se acabo, pero siempre hay en el corazon de los hombres ese algo que nace cuando llegan situaciones limites, el heroismo no llegara hasta que se de la oportunidad de ello
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