Kali Yuga de Fransisco Cenerelli
Prologo de la Decadencia de Occidente
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Habiendo llegado al término de este libro, que empezó siendo un breve bosquejo y se ha convertido, al cabo de diez años, en una obra de conjunto, cuya extensión ha superado todas mis previsiones, cúmpleme volver la mirada hacia atrás y explicar cuáles han sido mis propósitos, qué es lo que he conseguido, cómo lo he hallado y cuál es la actitud que hoy mantengo.
En la Introducción a la edición de 1918—un fragmento en lo externo como en lo interno—hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido. En efecto, para ello hace falta, según voy viendo—y no sólo en este caso, sino en general en la historia del pensamiento—, una nueva generación, que nazca con las disposiciones necesarias.
Dije también entonces que se trataba de un primer ensayo, con los defectos inherentes a todos los ensayos, incompleto y no exento seguramente de contradicciones internas.
Esta observación no ha sido tomada tan en serio como fue hecha, ni mucho menos. El que haya penetrado hasta las raíces más profundas del pensamiento vivo sabrá que no nos es dado conocer sin contradicción los últimos fundamentos de la vida. Un pensador es un hombre cuyo destino consiste en representar simbólicamente su tiempo por medio de sus intuiciones y conceptos personales. No puede elegir. Piensa como tiene que pensar, y lo verdadero para él es, en último término, lo que con él ha nacido, constituyendo la imagen de su mundo. La verdad no la construye él, sino que la descubre en sí mismo. La verdad es el pensador mismo; es su esencia propia, reducida a palabras, el sentido de su personalidad, vaciado en una doctrina. Y la verdad es inmutable para toda su vida, porque es idéntica a su vida. Lo único necesario es este simbolismo, vaso y expresión de la historia humana. La labor filosófica profesional es superflua y sólo sirve para alargar las listas bibliográficas.
Así, pues, el núcleo de lo que he encontrado, sólo puedo calificarlo de «verdadero», es decir, de verdadero para mí y, según creo, también para los espíritus directores del futuro; pero no de verdadero «en sí», esto es, independientemente de las condiciones impuestas por la sangre y por la historia, pues tales «verdades» no existen. Mas lo que escribí en la tormentosa impetuosidad de aquellos años era sin duda una manifestación muy imperfecta de lo que aparecía claramente ante mis ojos; y en los años siguientes ha consistido mi labor en ordenar los hechos y en dar a la expresión verbal de mis pensamientos la forma más penetrante que me ha sido posible conseguir.
Nada se acaba nunca plenamente; la vida misma no se acaba hasta la muerte. Pero he vuelto sobre las partes más antiguas del libro, y he intentado elevarlas a la misma altitud de exposición intuitiva a que hoy he llegado. Y ahora me despido definitivamente de este trabajo, con sus esperanzas y sus decepciones, sus cualidades y sus defectos.
El resultado ha sido feliz para mi, y también para otros, a juzgar por los efectos que comienzan lentamente a producirse en amplias esferas del saber. Por eso debo acentuar con energía los limites que me he impuesto yo mismo en este libro. No se busque todo en él. Sólo contiene un aspecto de lo que tengo ante mis ojos, una visión nueva de la historia y sólo de ella, una filosofía del sino, la primera de su clase.
Es intuitivo en todas sus partes. Está escrito en un lenguaje que trata de reproducir con imágenes sensibles las cosas y las relaciones, en lugar de substituirlas por series de conceptos.
Se dirige solamente a aquellos lectores que saben también dar vida a los sonidos verbales y a las imágenes. Esto es difícil, ciertamente, sobre todo cuando la veneración del misterio—la veneración de Goethe—nos impide trocar las intuiciones profundas por los análisis de conceptos.
Se ha clamado sobre el pesimismo de mi libro. Es el clamor de los eternos rezagados, que persiguen cuantos pensamientos se brindan a los que en la vanguardia buscan la senda del futuro. Pero yo no he escrito para los que toman por una hazaña el cavilar sobre la esencia de las hazañas. El que define no sabe lo que es el sino.
Comprender el mundo es, par mí, estar a la altura del mundo. Esencial es la dureza de la vida, no el concepto de la vida, como enseña la filosofía a lo avestruz del idealismo. El que no se deje deslumbrar por los conceptos, no tendrá la sensación de que esto sea pesimismo. Los demás no me preocupan. Para los lectores serios que quieran tener una visión, no una definición, de la vida, he citado en nota algunas obras que no tenían cabida en el texto, dada su forma harto concisa, y que podrán orientarles sobre temas de nuestro conocimiento que se hallan algo apartados.
Para terminar, no puedo por menos de citar de nuevo los nombres de los dos espíritus a quienes debo casi todo: Goethe y Nietzsche. De Goethe es el método; de Nietzsche, los problemas. Y para reducir a una fórmula mi relación con los dos citados, diré que yo he convertido en visión panorámica lo que era en ellos una perspectiva fugaz. Goethe, empero, fue, por su modo de pensar, un discípulo de Leibniz, sin saberlo.
De suerte que este caudal de ideas que, para mi propia sorpresa, se me ha venido a las manos, me aparece como algo que, a pesar de la miseria y el asco de estos últimos años, quiero designar, orgulloso, con el nombre de: una filosofía alemana.
Blankenburgo, en el Harz, diciembre de 1922.
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